Otro "texto invitado" que leí en El País, y que me parece que toca temas fundamentales acerca del trabajo que nos toca hacer día con día. Las negritas son mías.
Publicado por Rosa Pereda en El País, 1º de diciembre, 2009.
Lo nuevo después del Holocausto, me decía hace pocos días Reyes Mate, es la necesidad de incluir la memoria en el análisis. Y, me pareció entender, no sólo la facultad de recordar, sino los recuerdos mismos. Y eso, por dos razones: primero, para establecer los hechos. El recuerdo de la víctima, su sufrimiento, vuelve incontestable cómo fue que pasó lo que pasó. Particularmente cuando resulta inexplicable y sin razón, como en el caso del Holocausto, pero también de algunas otras realidades que, como los mundos de Paul Eluard, existen y están en éste. Es lo que pasa con las categorías del pensamiento, que como lentes focalizadas, cambian irremediablemente el sentido de la realidad que estamos analizando.
Pero la segunda razón es de otro orden, el de la moral, el de la intención del análisis: que los hechos que se analizan no se vuelvan a repetir. Obviamente, no todos los que piensan están en esa idea, que no se deriva de los hechos -algunos, estuvieron y están de acuerdo con la Solución Final; otros niegan que existió- pero sí puede derivarse de su análisis. De ese enfrentamiento con el horror. Lo fastidiado de la memoria es que obliga a las víctimas a recordar, pero también a los verdugos. Y es lógico que se revuelvan panza arriba.
Entonces, le pregunté a Reyes por la memoria de las mujeres.
El tema de las mujeres es espantosamente aburrido. Lo decía la feminista americana Susan Faludi: como las tareas domésticas, que acabas de limpiar el polvo y ya tienes que volver a empezar. Cada día hay que establecer los hechos, hay que demostrarlos, hay que volver obvio que no se pueden repetir. Los hechos, los tozudos hechos, hablan sobre las consecuencias de pensar que las mujeres somos naturalmente inferiores. Quiero decir: inferiores por naturaleza. Según esa idea, que tantos comparten aunque felizmente cada vez menos se atreven a formularla, es la naturaleza la que impone el papel familiar y social de la mujer, y su sitio en la estructura del poder, de la autoridad. No se trata sólo del poder político, también es el poder de tomar decisiones. Incluso, sobre nuestra propia vida.
La supuesta -dada por supuesta- inferioridad (natural) de la mujer, ha dado como resultado más de la mitad de la población, las mujeres, sojuzgadas y humilladas. Por siglos. Recluidas en la "zona húmeda" de que habla Bourdieu, que no siempre es metafórica, pero que siempre está ahí, y contagiadas de la suciedad que quitan. Siempre hay mujeres en las limpiezas, y siempre está la limpieza en el horizonte mental. De los hombres -de los varones- y de las mujeres. Unos, ellos, lo verán como un derecho, el suyo. Otras, nosotras, como una amenaza, real o metafórica, y en el mejor de los casos, como una perplejidad. No conozco una sola mujer que no haya conocido la agresión física, oral, fáctica, por el hecho de ser mujer. Ninguna que no haya tenido miedo en algún momento. Ninguna que no se haya visto limitada alguna vez, por el hecho de ser mujer. Y como todo eso se vive de una en una, cada una en su única vida, la memoria de las mujeres es como para echarse a temblar.
Es, efectivamente, el relato de las víctimas. La versión de las víctimas. Y aquí hay que ser muy claros, porque la tentación es echarles -echarnos- la culpa. No es un mecanismo exclusivo contra las mujeres, pasa siempre. No sólo con los judíos: cuando desaparecieron los chupados de las dictaduras del Cono Sur, algo habrían hecho. El casi centenar de mujeres que están muriendo en España cada año a manos de sus maridos, el millar de ellas que mueren en Europa cada año, castigo a su insumisión. Algo harán. Las apedreadas, violadas legalmente, azotadas en público, quemadas con ácido, en muchas sociedades islámicas, lo son conforme a su ley... ¿Por qué no les escuchamos a ellas? ¿Por qué no nos escucháis?
Sencillamente. Ninguna opresión, ni económica, ni doméstica, ni política, deja de rendir dividendos -léase dineros, servicios, autoestima: poder, en suma- a los opresores. El sistema del poder no es en absoluto inocente. Es, además de malvado, interesado. Y no tiene nada que ver con la naturaleza. Es propia y enteramente cultural: inventado. Podría haber sido, y será, de otra manera.
¿Y qué hay de los afectos? Aquí está la trampa terrible. Porque cuando hablamos de la opresión de las mujeres, estamos hablando, para empezar, de la estructura familiar, allí donde se afianzan y transmiten los valores, y donde se cristalizan, cotidianamente, las conductas. La familia, que además de un sistema de autoridad, es una red poderosísima de afectos. Para nadie como para las mujeres, la familia es el núcleo de la incondicionalidad. Y, sobre todo para ellas, según lo previsto por el mando y gracias a esos afectos, el lugar donde se realiza su razón de ser. Claro que las mujeres amamos: incluso más allá de la vida. Por amor -escuchemos a las víctimas- se concede esa última oportunidad fatal. Por amor se vuelve a creer esa promesa mil veces incumplida antes. Por amor se disculpa lo imperdonable. ¿Pero hay algo que pueda justificar los sufrimientos infligidos? Desengañémonos: no hay afecto en la violencia. Las mujeres deben saber que el maltrato en el grado que sea es incompatible, rigurosamente incompatible, la prueba del nueve, con el más mínimo afecto.
Porque al final, estamos hablando de un engaño, de una montaña de mentiras, de una trama puramente ideológica y nunca puesta a prueba, que tenemos que desenmascarar. Sólo la memoria del sufrimiento, entrando en el análisis; sólo el relato de las víctimas, fijando los hechos; y sólo el convencimiento de que el sufrimiento es injustificable, puede ayudarnos a terminar con un mal que es una vergüenza.
Estar hablando de este tema, estar quemándose con este tema es, se lo juro, señores, espantosa, horrorosamente aburrido. Pero hay que volver a quitar el polvo. Porque ahí están los hechos, y estamos hablando de sufrimiento. Innecesario, evitable, injustificable. Y tenemos que acabar con él. Chicas, que ninguno de los hombres que haya en vuestra vida sea más que vosotras. Chicos: que ninguna de las mujeres que haya en vuestra vida sea menos que vosotros. Amén.
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